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lunes, 27 de febrero de 2012

LA ABSOLUCIÓN DEL JUEZ GARZÓN

    El  Tribunal Supremo acaba de absolver al juez Baltasar Garzón en el juicio que se seguía contra él con motivo de su intento de juzgar los crímenes del franquismo. Llega esta sentencia absolutoria cuando ya se ha visto inhabilitado por su instrucción del llamado caso Gürtel.  Así pues, este resultado afecta menos al juez que a la causa contra dichos crímenes, que quedará en una especie de limbo.
     A juzgar por el alto tribunal, Garzón habría cometido algunos errores, nada más, y no ve motivos para castigarle. Ya es algo. Pero me llama mucho la atención la diferente tipificación de los delitos. Donde Garzón veía crímenes contra la humanidad, el Supremo ve simplemente “delitos comunes de acuerdo con los tipos penales contemplados en el Código penal de la época”, es decir, delitos prescritos y, en todo caso,  liquidados por la amnistía preconstitucional de 1977.
     He seguido de cerca este  doloroso asunto. Escribí un libro titulado La causa contra Franco. Juicio al franquismo por crímenes contra la humanidad (Planeta, 2010), vivamente impresionado por la polémica suscitada por el auto del juez Garzón.
     La opinión se dividió entre partidarios y detractores de Garzón, acusado por estos, ruidosamente, de saltarse a la torera las leyes no escritas de la Transición, de reabrir viejas heridas y de un comportamiento parcial, a favor de los perdedores de la guerra civil y, por lo tanto, hiriente para los vencedores.
     De pronto, volví a oír declaraciones en el sentido de que más crímenes habían cometido los republicanos, o en el sentido de que los unos y los otros habían cometido crímenes similares, como si las culpas se dividieran al cincuenta por ciento,  que parece ser la versión de las personas bienpensantes. Yo creía que algo habíamos madurado y me llevé una desagradable sorpresa, al toparme con la vieja visión maniquea de nuestra desdichada guerra civil.
    En su auto de 2008, Garzón denunciaba la existencia de “un plan sistemático y preconcebido de eliminación de oponentes  políticos a través de múltiples muertes, torturas, exilio y desapariciones […]  de personas a partir de 1936, durante los años de la guerra civil y los siguientes de la posguerra, producidos en diferentes puntos geográficos del territorio español”, de donde se desprendía la evidencia de que estábamos ante crímenes contra la humanidad. Esta apreciación hiere, por supuesto, la sensibilidad de los herederos del franquismo, que ven saltar por los aires la justificación moral del llamado alzamiento.
     Mi investigación me llevó a confirmar la afirmación del juez, e incluso a señalar que el plan era también de remodelación de la sociedad, en todos los planos, y a concluir que, para acabar  fusilado, preso o destruido, no hacía falta ser un “oponente político”. Innumerables inocentes se vieron tratados como si no fueran seres humanos. Lo que, por supuesto, no quiere decir que todos los franquistas fueran conscientes de la operación en marcha. Muchos se pusieron de parte de Franco por creer que, como un golpista común, se proponía poner orden y poco más, como le pasó al mismísimo Unamuno, que tardó en comprender que aquello no se parecía en nada a lo hasta entonces conocido.
    Hubo, en efecto, un plan de exterminio, encaminado eliminar a todas las personas que podían representar un obstáculo para el plan de saneamiento que los generales Mola y Franco se habían trazado, un plan ciertamente sanguinario, inspirado en el principio de “cortar por lo sano”, esto es, sin discriminar entre “culpables” e “inocentes”,  un plan que se vio completado por una neutralización de los oponentes, tanto reales como imaginarios, y por la totalitaria voluntad de controlar las conciencias por medio de la religión, la educación  y la prensa, voluntad a la que el Régimen se atuvo desde su principio hasta su final.
      No hay muchos documentos en los que se dejase constancia del plan, aunque hay algunas piezas que no se pueden pasar por alto (por ejemplo, las instrucciones reservadas de Mola, o las confidencias recogidas por Farinacci, en las que este general le habló de eliminar a un millón de españoles). No es extraño.  Ciertas cosas no se suelen poner por escrito, ni decir tan alegremente. Todavía no ha aparecido un documento firmado por Hitler con la orden de enviar a los judíos a las cámaras de gas. Y no aparecerá. 
      Por eso los hechos, tal como los conocemos, son tan importantes. Y estos hechos nos indican que la represión salvaje y la represión reglada en el campo franquista no  servían al simple propósito de poner orden o de vencer en la contienda.  Se fue, desde el principio, mucho más allá, sin ningún ánimo de reconciliación. Porque no se trataba de llegar a un consenso, a un nuevo equilibrio. Se trataba de aplastar a la mitad indeseable, razón por la cual acabaron contra la pared y en las mazmorras del nuevo régimen tantas personas inofensivas, simples liberales e innumerables personas de la llamada clase baja, sospechosas  de entrada y para siempre. Se trataba de rehacer la sociedad, tras una limpieza en profundidad, tarea desmesurada, muy en la línea de las brutales operaciones que se presenciaron en los espacios coloniales y en los dominios de Hitler y de Stalin, operaciones en las que debe ser inscrito el plan que nos ocupa, casi inconcebible desde la perspectiva actual.
     Para mí, Garzón estaba cargado de razón al hablar de un plan sistemático de eliminación de adversarios políticos y, por la amplitud de su aplicación, cargado de razón también al colocarlo entre los crímenes contra la humanidad.  Tratar de atenuar su acusación por el procedimiento de señalar los crímenes del lado republicano no conduce a ninguna parte, pues no fueron patrocinados por las autoridades, como sí ocurrió del lado nacional. Tampoco se extendieron en el tiempo de manera comparable.
     Me  ha sido dicho que la izquierda tenía un plan maximalista no menos atroz. No dudo de que en ciertas cabezas de la extrema izquierda había un plan así, de cuño marxista-leninista, y hasta sugiero que el plan franquista fue una copia particular de ese plan en sentido contrario, pero  niego  que estuviera a punto de producirse un golpe maximalista de extrema izquierda (lo que no pasó de ser un bulo basado en documentos tan apócrifos como perversos que deben figurar, técnicamente hablando, entre los preparativos del golpe).
     También he oído decir que la guerra civil empezó en 1934 con la revolución de Asturias. Pues no, empezó en julio de 1936.  No se puede poner al mismo nivel la acción de los mineros asturianos de 1934,  o la rebeldía desesperada de los familiares y amigos de Seisdedos, y  la sublevación de 1936.  He aquí que los sublevados de 1936 eran precisamente las personas a las que una sociedad libre había confiado el uso legítimo de la fuerza. Una confianza que traicionaron de manera alevosa, dando por acabado el orden público e iniciando un viaje a lo desconocido, plenamente conscientes de que lo que se traían entre manos costaría torrentes de sangre y ríos de lagrimas.
    Es de hacer notar que, hasta entonces, precisamente porque esas personas habían cumplido sus obligaciones, ninguna intentona revolucionaria había podido prosperar. La República las había sofocado, y habría seguido sofocándolas de no mediar la sublevación de sus fuerzas armadas. El cuadro se oscurece más todavía cuando se reconoce que estos sublevados actuaron de común acuerdo con una derecha que, desgraciadamente y salvo honrosas excepciones, era antiliberal y antimoderna de pies a cabeza. Sin  la acción de los primates de esa derecha, no habría habido en julio ninguna sublevación.
    Y es inevitable hacer notar que la sublevación de 1936 y el plan maximalista concomitante cayeron sobre los españoles precisamente cuando, tras la victoria del Frente Popular,  esa derecha temía que por vía democrática se llegase a un reparto de la propiedad y de la riqueza en general, esto con criterios de justicia social y eficiencia económica, justo lo que ella había rechazado de plano durante décadas, más pendiente de sus egoístas intereses que del bienestar de la nación. Y es inevitable hacerlo notar porque no es lo mismo sublevarse contra el orden establecido con ánimo de preservar los propios privilegios que salir en defensa de la justicia social cuando el ataque de los privilegiados ya ha dado comienzo.
     Nuestra modélica Transición hubiera sido imposible si los vencedores y los derrotados no hubieran hecho un esfuerzo supremo, a favor de la concordia. Y creo que el Supremo tiene su parte de razón al afirmar que la Ley de Amnistía preconstitucional fue una pieza clave en aquel proceso, necesariamente imperfecto.  Pero me parece que a estas alturas deberíamos haber progresado más en la comprensión del drama que afectó a nuestros padres y abuelos y, de forma menos clara, a nosotros mismos, en aspectos que a veces ni siquiera sospechamos.  La dificultad es grande, desde luego, pero hay que hacerlo, mirando de reojo las dificultades que, por ejemplo, los alemanes, los italianos y los franceses han tenido y tienen al respecto.
     Lo peor es la negación de la responsabilidad, pues la sociedad queda desamparada ante las eventuales repeticiones catastróficas.  No se puede sustentar una convivencia sana sobre la desmemoria, ni sobre las visiones angélicas y mitificadas del pasado que a uno le tocó en gracia. Y entiendo que el auto del juez Garzón, aunque no haya podido prosperar, ha venido –mérito inmenso el suyo– a poner a plena  luz la enorme tarea pendiente. Y no me cabe ninguna duda de que el Estado debe dar una respuesta satisfactoria a las denuncias sobre los 114.266 desaparecidos que todavía pesan sobre su conciencia. Alguien tendrá que retomar, para ello, el trabajo que Garzón se ha visto obligado a abandonar, y por el que merece mi apoyo y solidaridad (http://congarzonylaverdad.blogspot.com/)