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martes, 21 de julio de 2015

UNA LECCIÓN DEL CASO GRIEGO

   Los esfuerzos de Grecia por alcanzar un acuerdo sensato dentro de los esquemas oficiales han concluido con una rendición humillante y fatídica para los griegos, obligados a renunciar la última esperanza de salir del pozo que les quedaba.
   De acuerdo, nada; de solución, nada de nada. Ha sido un Diktat en toda la regla. El país y sus moradores, a subasta, sin porvenir. ¡Y en Europa!
    El no de los griegos a ese Diktat criminal y los intentos negociadores de Tsipras y Varufakis, basados en la creencia de que todavía rigen los valores de la vieja Europa y en la suposición de que las altas instancias del planeta no pueden estar locas de remate,  han servido para constatar cómo se las gastan los matones que rigen nuestros destinos. En ellos no hay asomo de racionalidad, ni de compromiso con el bien común, ni de humanitarismo.
    Como se recordará,  Varufakis llegó a afirmar que intentaba “salvar al capitalismo de sí mismo”.  Contaba pues con la quijotesca esperanza de que la crudeza del caso griego motivase una excepción que terminase por servir de límite al capitalismo salvaje, un primer paso hacia su caída en desuso en todo el ámbito europeo.  Los hechos demenciales y antihumanos de ese capitalismo hablaban por sí mismos, y quizá había llegado el momento de poner fin a su hegemonía con el auxilio de sus propios valedores, supuestamente alarmados ante el curso de los acontecimientos.
    Varufakis contaba, en efecto, con la posibilidad de que justo ahora se diesen los primeros pasos hacia la moderación del capitalismo salvaje, los primeros intentos de embridarlo, de retrotraerlo a las coordenadas anteriores a su reposición. No tenía intenciones rupturistas, pretendía encontrar un virtuoso término medio, una solución no traumática. Los matones le dieron con la puerta en las narices, ya decididos, por anticipado, a dejar al pueblo griego en los huesos.
   Me pregunto a cuántos europeos socialdemócratas nos chafó la nariz ese portazo que Varufakis recibió en la suya. Claro que Varufakis no es Roosevelt, de quien se ha dicho que salvó el capitalismo, ni los matones entienden, a estas alturas, de qué va eso de salvar al capitalismo de sí mismo. Pero había que intentarlo, por no haber una opción no traumática a la vista, contando también con el hecho de que Grecia no es un país rico. Y él lo intentó, a mi juicio meritoriamente.
    Pero otra cosa sería repetir el intento.  El portazo ha venido a cargarse una remotísima esperanza que algunos europeos albergábamos en el fondo del la corazón: la de que milagrosamente prevalecieran, en el último momento, las razones de humanidad y cordura que considerábamos propias de la Europa escarmentada por dos guerras mundiales y depositaria de los altos valores de la civilización.  Y de eso, nada.
   De modo que, en último análisis, debemos a la rectitud de Varufakis  y al valiente no de los griegos una dolorosa lección histórica, una aclaración a la que ya no cabe resistirse. Ni el capitalismo quiere ser salvado, ni nos compete a nosotros salvarlo. La remota esperanza, perdida está.
    Es evidente que los socialdemócratas europeos, hechos a pensar en tiempos templados, nos habíamos olvidado de cuál es la esencia del capitalismo, torpeza que estamos pagando con creces.
    El portazo en forma de Diktat ha sucedido tras una larga sucesión de barbaridades. La reposición del capitalismo salvaje viene de lejos. Reléase La doctrina del shock, de Naomi Klein. Complétese la lectura con un repaso de los casos recientes. Para vomitar.
   Lo de Grecia es una repetición, lo de Europa es una repetición. Véase la secuencia, y hablaremos de una continuación, de un crescendo monomaníaco. La Bestia neoliberal va a toda máquina, insensible a las advertencias de Krugman, Stiglitz, Roubini, Piketty y demás sabios sometidos a un régimen de escalofríos.
   ¿En qué quedó aquello de refundar el capitalismo tras el derrumbe de la pirámide de Ponzi planetaria en el 2008? En que los mismos responsables de la locura fueron llamados a arreglar el desaguisado. Se impuso la idea de aprovechar la confusión y el miedo  para transferir a los pueblos desprevenidos el montante de la juerga,  la de aprovechar la crisis para liquidar la singularidad europea en materia social,  la de terminar de abatir las fronteras para mejor apoderarse de los bienes ajenos. La Bestia no frenó, aceleró.
   No entienden los economistas ilustrados que se prolongue el austericidio (como si a su ciencia se le pasara por alto su artera función instrumental, de dominio sobre los más débiles). No entienden que no se haga nada para atemperar la locura, pero lo entiendan o no, da igual.  Ya pueden ellos proponer reformas inteligentes en el último capítulo de sus libros críticos que nadie  les hará el menor caso. El portazo en las narices de Varufakis ha disipado cualquier duda al respecto. Y ahora vienen los misteriosos TTIP y el TiSA… Suma y sigue, cuando ya estamos metidos en una catástrofe humanitaria global y en puertas de un desastre ecológico de proporciones incalculables.
    Visto lo visto y tras el portazo a Varufakis, se da uno de bruces con una evidencia insoslayable: la operatividad de la socialdemocracia ha quedado brutalmente cuestionada, como si toda ella hubiera sido puesta fuera de juego por la historia. Me duele decirlo, pero no me quiero llamar a engaño. Ya no estamos ante un simple desgaste, ante la deriva neoliberal de unos socialdemócratas de tres al cuarto, de unos paquetes como Hollande o Schulz, ante unos renegados o vendidos, tipo Tony Blair. No, la cosa es más grave.
     La socialdemocracia está funcionando en el vacío. Pero no de manera inofensiva: crea falsas esperanzas y complace a los matones una jugada tras otra, encantados de disponer de una fuente auxiliar de legitimidad para la comisión de cualquier atrocidad que se les pase por la cabeza. En el mejor de los casos, es un colector de nostálgicos e ingenuos; en el peor, una fábrica de cómplices por activa o por pasiva.
     La socialdemocracia despuntó como opción cuando el capitalismo dio algunas muestras de autocontención, al topar con sus dificultades y con las realidades sociales. De hecho, pudo funcionar  y suscitar esperanzas de progreso cuando del otro lado había interlocutores, estadistas que grosso modo entendían algo de historia y poseían un mínimo de sensibilidad social o, al menos, ganas de aparentarla. Con matones, chantajistas y ventajistas neoliberales no funciona en absoluto, como se ha demostrado en el caso Varufakis (el único socialdemócrata serio y respetable del que se ha tenido noticia en los últimos tiempos).
    De modo que es la propia relación de los socialdemócratas con el capitalismo la que debe ser revisada de pies a cabeza, sin contemplaciones, sin esperanzas ingenuas, en nombre de la humanidad. Habrá que desempolvar a los viejos maestros, que pensaron cuando el capitalismo era tan salvaje como hoy, y proceder a las actualizaciones de rigor. Tal es la lección que el caso griego me impone a mí. Si el capitalismo ha regresado a sus orígenes salvajes, mi  querido pensar socialdemócrata no pinta nada.